Raíces de la división

Raíces de la división

La Caja de Pandora

En la mitología griega los dioses temen que los humanos se pudieran tornar demasiado poderosos. Así que creen la figura de una bella mujer con nombre Pandora -‘la que regala todo’- que se acerca a los hombres, aparentemente para traerles un regalo, encerrado en una caja. Al abrirla, una serie de males escapa de la caja, afectando y casi destruyendo a la humanidad. La única dádiva buena, la esperanza, se encuentra en el fondo, pero antes de que pudiera salir, Pandora cierra la caja y desvanece.

Cerca de 40,000 denominaciones cristianas existen en el mundo actual

Algo muy parecido se puede observar analizando a la Reforma. El empaque era maravillosa y prometedor: SOLA SCRIPTURA, pero al abrir la caja, es decir, al predicar el acceso universal a la Biblia, inmediatamente comenzaron a salir los males, casi de forma inevitable.

Sería un trabajo hercúleo enumerar a todas las variantes o «corrientes» del cristianismo que brotaron de la Reforma, incluso antes de que esta fuera siquiera identificada como tal. Pero se puede intentar a clasificar las causas que condujeron a esta división sin límites que hoy en día ha creado denominaciones no-católicas que se distancian entre sí tanto como de la Iglesia de Roma.

Raíces de la división

¿Por cuáles causas se forman divisiones? Los 500 años transcurridos desde la Reforma proveen amplio espacio de observación para detectar que son tres los motivos dominantes que causan el éxodo de grupos, inicialmente sectarios, pero que puedan terminar como «iglesia», separada de la «Iglesia».

La corrección doctrinal

Es un motivo honorable. Podemos aplicar lo que se dice de Lutero: no apuntaba a dividir la Iglesia; sólo la quiso volver a conducir a la enseñanza y práctica de sus raíces neotestamentarias. El dilema entre santidad y unión es supremamente difícil de resolver y el precio que exige es enorme. El que no esté de acuerdo con «su» iglesia, debería primeramente buscar agotar todos los caminos internos, antes de pensar siquiera en causar divisiones. Pero ante todo es deber y responsabilidad de la Iglesia de Cristo tener el oído abierto ante los reclamos sustentados de los que actúan con buena voluntad de presentarla a Cristo como esposa radiante. Una jerarquía eclesiástica que se reserva el derecho de determinar la sana doctrina y se considera dueño de la iglesia, sin disposición de revisar periódicamente si todavía se encuentra en el sendero del Espíritu, y que, por lo tanto, manda callar o amenaza con expulsión a toda divergencia sin estudiar atentamente sus argumentos… una clase jerárquica tal no actúa diferente a un León X. Son ellos, los que causan la división, no aquellos que se adhieran a los Cinco Solas.

La arrogancia intelectual

El motivo anterior no ha sido muy frecuente, ya que necesita más que la convicción de que algo anda mal. Es precis0 la erudición teológica para definir y formular la nueva doctrina, una erudición que distinguía en su tiempo a Lutero, Melanchthon y Calvino, como posterior a Barth y Bonhoeffer. Un número considerable de divisiones más bien nace de quienes se sientan con derecho de desechar el estudio y el duro trabajo de la metodología teológica que pueda ser revisada y replicada por sus pares, arrogantemente insistiendo en una «revelación personal» recibida directamente del cielo, o por un ángel, o de alguna otra manera, pero en esencia reservada a su persona y, por lo tanto, subjetiva e irrepetible. Lo trágico es que a los ojos de un público no instruido en los fundamentos de su propia fe, esas enseñanzas resultan frecuentemente muy atractivas y se difunden con rapidez. En el tiempo presente el problema se ha agravado por la proliferación de los llamados redes sociales virtuales que propagan contenidos y tendencias de forma indiscriminada.

La ambición personal

Se dice que Julio César, al verse exiliado a una aldea diminuta de la meseta aislada en el centro de Iberia, como castigo a su subordinación y rebelión, se pronunció de la siguiente manera: «Mejor ser el primero aquí, que el segundo en Roma.» Desde el Gran Cisma de 1054 entre las iglesias de Roma y de Constantinopla, hasta el líder de segundo nivel que abandona la comunidad cristiana donde creció para «abrir su propia iglesia», más divisiones han tenido lugar para satisfacer la ambición personal o justificar la incapacidad de subordinarse, que por cualquier otro motivo. De las tres grandes puertas del Hades que se abren delante de la Iglesia -dinero, sexo y poder-, el poder ha resultado ser el más tentador, para la Iglesia como conjunto, pero también para el creyente individual.

Las consecuencias de la división

Antes de Lutero, ser exomunicado era el arma más efectiva en toda la cristiandad. Ejércitos imperiales eran impotentes frente a ella y los gobernantes más poderosos de su tiempo se vieron obligados a doblar rodillas ante la facultad que el Señor ha entregado a Su Iglesia: usar las llaves del Reino para atar y desatar a las conciencas humanas.

Aquí en nada tiene que ver el abuso que rápidamente se institucionalizó para permitir que una iglesia interesada en el gobierno terrenal ejerciera dominio. El hecho es que la excomunión que hizo temblar a emperadores por razones políticos, al creyente común que en su ignorancia aplaudía a las enseñanzas de un predicador ambulante declarado hereje, se le presentaba como condenación al fuego eterno.

Dentro el ambiente evangélico actual, ser expulsado de la comunidad de los santos, no provoca ni un encoger de hombros a la persona que -por motive honorable o no- pierde la membresía. En primera instancia, porque se siente bien conectada con Dios y no tiene necesidad de la iglesia; en segundo lugar, porque saliendo por una puerta entra por otra enfrente, donde es recibida con júbilo como nuevo miembro o hasta se aventura a «abrir su propia iglesia».

Las consecuencias de la división son más que serias:

  • Pérdida de la identidad común
    • Rivalidades y conflictos que son un espectáculo para los observadores seculares y dejan a descubierto la ausencia de Cristo en los que asumen ser sus seguidores
  • Pérdida de la visión común
    • Enseñanzas divergentes que confunden y desaniman a los que buscan acercarse al Señor, mientras dan evidencia de la poca seridad con la que en muchos sectores cristianos se trata al mensaje evangélico.
  • Pérdida de la voz común
    • La ausencia de una representación autorizada se convierte en una debilidad a la hora de obtener voz y voto en asuntos de la sociedad secular.
  • Pérdida de la misión común
    • La tarea inconclusa de la Gran Comisión exige un esfuerzo y recursos que solo pueden armarse en una cooperación transversal entre todos los sectores de la Iglesia. La division reduce el potencial misionero y alarga el tiempo de espera del regreso de Cristo.

La existencia actual de unos 45,000 diferentes denominaciones -cada una con sus respectivas iglesias que muchas veces representan disunion y rivalidades entre sí, nos muestra una Iglesia tan arrugada que el Señor difícilmente podría reconocerla.

La unidad evangélica: poca esperanza

Actualmente, una solución al problema de la unidad destruida no está a la vista. Iglesia Católico-Romana y Iglesia Luterana han logrado mantener un marco intacto, dentro del cual, sin embargo, se entablan fuertes divergencias en cuanto a la interpretación de asuntos del mundo moderno. Mientras es posible que antes de 2050 Roma llegue a la abolición del celibato, hay muy poca probabilidad que se abren las puertas al ministerio ordenado de mujeres. En todo caso, la iglesia católica perderá uno u otro sector marginal, o porque progresa, o porque no lo hace.

¿Y los evangélicos? Mientras parece que para algunos el término ‘ecumenismo’ ya no causa el mismo pavor y rechazo que antes, los asuntos de moral social dividen al pueblo en forma progresiva.

En realidad, lo que cree y profesa el creyente individual, continua  dependiendo ante todo de la circunstancia casual en qué lugar y por quiénes ha sido evangelizado. ¿Hasta cuándo, Señor?

 

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